jueves, 26 de diciembre de 2013

19 dic 2010

Orbeas, beaches y la poda. Relato de unas Navidades de los 70

La casa de socorro, en las instalaciones del antiguo hospital San Juan de Dios, donde ahora los representantes de los dos brazos articulados del bipartidismo extremeño, debaten en la Asamblea las leyes y destinos partidistas y generales de la región, olía a alcohol y a sudor seco.

Matizaba estos añejos aromas el olor intoxicante de la estufa de butano que servía como único medio de calefacción a la estancia. Un frenazo seco sonaba en la misma puerta del hospital y en medio de una algarabía lloraba un niño su descabalgamiento, su naufragium ciclista, y entraba acompañado del inocente conductor que lo había arrollado casi en la misma entrada del edificio, durante un caballito temerario efectuado por el joven con artística deportividad y que, tras el cual, había dado con su rostro en el capó (capón en el lenguaje de los talleres clandestinos) del flamante SEAT 850 del 74 y con sus rodillas en el duro aterrizaje de adoquines grises que apadrinaban dos contundentes postillas en ambas rótulas.

Motoretas y Bici-cross BH, se debatían en triste duelo por el fin de aquella bicicleta intrépida, reducida a un ocho de hierro y cables de freno enredados por el paso de las ruedas delanteras del automóvil.
El más acusica del grupo se lamentaba por no haber pasado la tarde como el avisaba: en el López de Ayala, el parque de los enamorados, recogiendo las ramas, subproductos de la reciente poda de diciembre para confeccionar las flechas, arcos y lanzas que acompañasen a los tirachinas en el juvenil polvorín vegetal de la época. Solemne catálogo de artilugios armamentísticos con los que declarar la guerra a los de las Pontezuelas o a los del cuartel, cuatro gatos de Teniente Flomesta y que, llevados por su sangre castrense, se apuntaban a un bombardeo, y no se perdían una pedrea contra los niños rambleños, ávidos de aventuras y de acción antes de que acabasen las vacaciones de Navidad y los reyes magos trajesen los regalos a cambio de llevarse los mejores días de invernal esparcimiento, que tanto trajín propiciaba a los inquietos aprendices de mosquetero.
Días de petardos y de pelota también. Y de rock and roll, que los chicos ya empezábamos a alternar los juegos infantiles y asilvestrados con los sueños marchosos y picantes, en los que intuíamos que Little Richard y Elvis podían cooperar en la confección de interesantes y prometedores guateques y festivales bachilleres, y en acercamiento acompasado al otro sexo.
Y por fin la triste realidad, la vuelta a la rutina y los madrugones, para ir otra vez al cole, monotonía de sueños tras los cristales, anhelos deportistas y roqueros mientras llegaba la Semana Santa y el ansiado verano, que vendría cargado de bici y baños en La Charca y quién sabe cuántas más sorpresas. El trepidante recorrido de la adolescencia estaba a la vuelta de la esquina.