miércoles, 30 de octubre de 2013



Plaza del Rastro

Tomás Acosta Bélaman





La suerte estaba echada. En el año del Señor de 1230 la Mãrida mora había regresado a la Cristiandad. Como si de guías nacionalistas se tratasen las huestes de Alfonso IX de León, de la misma rama regia de los Gonzalez de Carvajal de Plasencia, los Carvajales de Cáceres y los Vargas de Trujillo, habían obrado la hazaña de devolver la ciudad a su estado anterior a la chapuza estratégica de los últimos monarcas godos, que prefirieron entregar la península al Islam antes que ceder ante otro contrincante de su misma estirpe.

Este pasaje histórico produjo importantes consecuencias que desembocaron en la dependencia de Mérida a la Orden de Santiago y a la construcción , irrupta en el espacio musulmán del Alcazaba, del Conventual de los Freyles santiaguistas.

Con el paso del tiempo, estas estancias darían paso a usos más comunes, la cotidaneidad se abría camino entre el granito solemne y el suelo disputado por las religiones, y se inauguraban entre esos muros lecherías, comercios de artículos de primera necesidad, casas comerciales, frías y secantes, de jamones y más establecimientos constumbristas y populares; y hasta un garaje en las inmediaciones del mismísimo puente romano, junto al alcazarejo.

Plaza del Rastro. Vida cotidiana y paso de vaqueros y pescadores en busca del forrajeo humano y animal, tránsito obligado de luchadores anónimos, lugar de mis recuerdos de aprendiz en el comercio, ronda que sería después de comercios más modernos como el de Paco Cubo, donde ahora existe una heladería o la tienda de electrodomésticos y el Bazar Acosta, siempre presididos por el más veterano, el de los jamones de Angelita la legionaria y acompañados también por la tintorería y la legendaria Casa Vita, lugar de reunión de intelectuales, gente del toro y de la caza.Y de galgueros como los del verso aflamencado que colgaba en un azulejo junto a la barra: “Debiera estar condenao pegarle un tiro a una liebre, debiera estar condenao pegarle un tiro a una liebre, a una liebre se avasalla con dos galgos acollaraos y si se va...que se vaya”


Mis recuerdos de pequeño dependiente recadero se excitan al recordar el paso obligado entre las dos tiendas-de los electrodomésticos al bazar y vuelta a por cuerda, cinta adhesiva o cambio en monedas- y de cómo al pasar de la tintorería a la tasca los olores cambiaban drásticamente del disolvente al carbón de cocinar y de la boga asada al irritante quitamanchas, contrastes que te quitaban todas las tonterías matutinas y te despabilaban para toda la jornada. La época que yo trato de retratar en esta narración corresponde a los últimos “freak” años setenta y a los movidos primeros ochenta, de antes de que John Lennon se apareciera en la ciudad y el Beatle tiroteado diese su nombre a la calle de la marcha, justo cuando la zona comenzaba a poblarse de locales nuevos y decibélicos y cambiara durante casi tres décadas la cara del centro de la ciudad.

Había que hacer muchos apaños en la tienda del Rastro en la que trabajaba-aprendía a las órdenes de Juan Espino (el de las lámparas, no el del fútbol) y cuando en mi chapucilla adolescente no encontraba la herramienta adecuada siempre acudía a Novoa, que fabricaba en su cuchillería unos destornilladores finos hechos de palo de escoba de madera y de varilla de paraguas (también los reparaba con su celo de afilador gallego) que amolaba con pericia hasta darle la cuña perfecta para atornillar lo que fuera necesario, aunque luego tuviera que venir alguien para enmendar lo que yo había hecho bien... sólo a medias.

Esta plaza, dónde ahora reside la sede de la Presidencia de la Junta de Extremadura, convertida en objetivo de solemnes arribadas y de manifestaciones en carril estrecho y embolado, antes fue trasiego de vacas y modernos, de yonkis y carretillas cargadas de productos comerciales para abastecer los establecimientos de la zona y estudiantes de instituto en busca de las cañas y las macetas del Bar Juan, una vida que ya sólo existe en la memoria de esta Mérida creciente y domesticada, en la que la nostalgia emerge de tarde en tarde para devolvernos por unos instantes a épocas pasadas en las que el centro y las barriadas que se extendían a escasos metros del mismo configuraban una ciudad ilusionada y próspera, pero aún pequeña, centro urbano de un pueblo grande extremeño que miraba al futuro expectante ante una Mérida impensable en el pliegue incógnito de nuestras mentes.


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