viernes, 29 de noviembre de 2013

Verano en Mérida


Llegó el verano y la calle se llena de gentes de todas partes deseando conocer Mérida y todos sus rincones, sin reparar en el calor, que ahora se da una tregua, aunque si en los gastos ahora menguados por imperativo de la crisis económica.

Desempleados, estudiantes, trabajadores en vacaciones, familias numerosas vienen visitando la ciudad desde hace varias décadas, cuando arrastrando un “seína” por las carreteras generales de dos carriles, estrechas vías rápidas en las que el número de curvas sólo podía rivalizar con el de baches, venían familias enteras, entonces las de 3 miembros no eran legalmente numerosas, y las de cuatro chiquillos y sus padres abundaban, y sufrían las estrecheces de chapa blanca para llegar al destino vacacional.

Eran visitas de antiguos emigrantes, de turistas extranjeros y de familias de paso hacia la playa, que apostaban por descansar y estirar las piernas en nuestra ciudad, que si para entonces no era capital autonómica, si lo era en pasado glorioso y monumentalidad.

A muchos les atraía conocer el Festival de Teatro Clásico, parar a ver alguna puesta en escena del genial Don José Tamayo, y desgarrarse el ánimo viendo a Nuria Espert, en tragedia clásica, llorando a sus hijos o derramando la sangre que parió Medea. Pasaban estos viajeros un par de días escasos en Mérida, antes de seguir camino de la playa, tras ver los dos o tres atractivos turísticos que, junto con el Teatro Romano, podían tan sólo disfrutarse por aquel entonces en Emérita Augusta.

Y, después llegaría la eclosión, la ciudad se convertiría en ciudad administrativa y de servicios, y duplicaba la población, mejorando la acogida al turista. En cuanto al patrimonio, el Teatro Romano, se vería acompañado paulatinamente, de cada vez más hermanos de piedra, y el visitante disfrutaría, en cada década, de un nuevo recinto, de nuevos atractivos culturales que llevarse a los ojos y al conocimiento.

Hoy, la vida sigue su curso, Mérida, capital de Extremadura, es desde hace casi cuatro lustros, Patrimonio de la Humanidad, y los inquietos turistas quieren conocerla en toda época del año, ni la nevada de este año impidió que llegaran nuevos amigos y admiradores de la ciudad. Pero es en verano cuando, con el Festival en curso y las prisas aparcadas, con las terrazas abiertas hasta la madrugada, y muchos emeritenses y todos los visitantes de vacaciones, la urbe toma un agradable aroma al “dolce far niente” que es la mejor actitud si uno quiere conocer cosas e impregnarse del ánimo y del espíritu de esta ciudad . Feliz verano.
Pepe “el Nublao”


El autor quiere, en primer lugar, agradecer los amables comentarios que en la web y personalmente recibe de estos humildes relatos. Con respecto a los personajes de los mismos, debo insistir, como ya he hecho a quien me lo ha consultado en persona, que todos los personajes y situaciones de estos relatos son absolutamente ficticios, siendo cualquier parecido con la realidad, mera coincidencia.


El podólogo era un joven despierto y paciente. Sobre todo paciente. Al menos lo suficiente como para resistir los alaridos con los que su cliente atronaba la consulta, situada en las inmediaciones de la Plaza de España. Le ayudaban a soportar la situación los auriculares de su mp3 a los que, para evitar las manifestaciones sonoras de un ataque de pánico, había subido al máximo volumen.

Terminó su sencilla tarea de eliminar algunas durezas podales a las que, además de a su descomunal tendencia al pánico, su paciente era propenso. Aplicó un rápido masaje de crema hidratante en los pies del histriónico, más calmado, se retiró los auriculares y pronuncio la sentencia.

–    50 euros. Los pagas  a la salida. Y tranquilo hombre, ¡que no es una lobotomía!

    Un leve gruñido a modo de replica dio fin a la conversación. En la sala de espera tan sólo una anciana y una chiquilla aguardaban acurrucadas y con la expresión desencajada por la inminencia de lo inesperado tras la escandalera, a que llegase su turno. A punto estuvo la señora de salir corriendo escaleras abajo.
   
Ya en la calle, y con el corazón de nuestro protagonista latiendo a un ritmo más sosegado, se respiraba una típica mañana extremeña de mediados de febrero. Hacía un poco más fresquito de lo habitual. Pepe, “el Nublao”, se refugió en el bar de costumbre y pidió lo de siempre: café con leche y cuatro churros. Mientras él engullía su desayuno, cuatro hombres de edad más que madura discutían de fútbol mientras se escanciaban sus copazos de coñá y sol y sombra. Clásicos desayunos nutritivos.

“El Nublao”. El mote le venía de largo. Cuando era un tímido alumno de los Salesianos, se exponía a un permanente bloqueo en el momento de responder ante el profesor. Se sabía de memoria, literalmente, cada lección, antes incluso de que se explicara en clase. Pero a la hora de responder en público, se sincopaba su mente presa de una excitación paralizante. Puro miedo escénico. Entonces, Don Ubaldo, de los de la letra con sangre entra y con una muy mala leche mezclada con una guasa que ni un sainete andaluz del XIX, le arreaba en su cabezota con la parte trasera del borrador.

Cuando la madera del utensilio golpeaba su cráneo, una nube de polvo de tiza brotaba del fieltro, hacia arriba, provocando un efecto de lo más cómico. De ahí lo de “Nublao”. En años posteriores, cuando sacaba  unas excelentes calificaciones estudiando una ingeniería técnica en Badajoz, se le confirmó en el mote, dado el carácter huraño y taciturno que el universitario gastaba durante los escasos momentos en que salía a disfrutar de algún paseo en periodo vacacional. Paseo del Guadiana arriba y Paseo del Guadiana abajo, por la acera menos concurrida, agotaba los minutos que dedicaba al ejercicio físico antes de volver a casa a continuar la empollada. 

“El Nublao” no había nacido solo. Era mellizo. La alegría que hubiera provocado el nacimiento de las dos criaturas, niño y niña, se truncó con el fallecimiento de la madre. Una dolencia congénita había dado pie a su médico a desaconsejarle, encarecidamente, un embarazo. Un descuido, y las ganas de tener familia habían encarrilado el camino a dos nuevas vidas. Dos bebés vieron la luz mientras otra existencia se marchaba hacia la eternidad, en aquel viejo hospital de San Juan de Dios. El padre, ante la tragedia, quiso vengarse de ese abominable parto y, como por tradición bautizó al niño con su nombre, todo el peso de la vendetta cayó sobre la denominación de la niña. Le puso Ataúlfa, que fue el nombre más feo y ridículo que encontró.

Por lo demás había sido un padre cálido y obsequioso. Al llegar a las inmediaciones de su jubilación había cedido todo su patrimonio a los mellizos, marchándose a vivir a Alicante a casa de una hermana. O eso decía, pues los hermanos sospechaban que se hallaba en compañías más tórridas. Ata y Pepe se hicieron cargo del negocio familiar.

José padre, había comenzado como viajante de una firma catalana, y había logrado montar una pequeña empresa de distribución, que ahora regentaban ellos dos. Una vez que comenzaron a gestionar la empresa, los dos hermanos lograron encajar profesionalmente a la perfección. Aún no he dicho que los caracteres eran absolutamente opuestos. Si Pepe era un triste día de enero, solsticio y nubes oscureciendo la vida urbana, Ata era una cantarina mañana de verano. Pepe era un piélago opaco y triste, y ella el Coto de Doñana con un plus de biodiversidad. Pero esta distancia en las personalidades no era obstáculo para que, aparte del cariño que se profesaban, fueran complementarios en el negocio.

La chica era quien llevaba el peso de las relaciones públicas. Realizaba los pedidos, atendía el teléfono, aconsejaba a los clientes en sus demandas, todo con una sonrisa permanente que se percibía, incluso, al otro lado del hilo. “El Nublao” dueño de una inteligencia prodigiosa, muy bien dirigida hacia la lógica, ideó un sistema de control de existencias en tiempo real que se tradujo en un aumento de la liquidez de la empresa. También el sistema de seguridad, tan necesario en estos tiempos, había sido diseñado por él.

Compartían ambos un holgado despacho situado al fondo de la nave industrial. Allí, entre papeles y muestras, con las que los proveedores trataban de introducirse en sus dominios, una tarde, que se presentaba más tranquila de lo habitual, Ataúlfa se decidió a ayudar a su hermano, aunque eso significase importunarle un tanto.

–    Pepe, atiéndeme- dijo mientras arrastraba las pequeñas ruedas de su silla de oficina hacia el puesto de su hermano- creo que debo decirte algo-”el Nublao” abrió los ojos desmesuradamente mientras su hermana le rodeaba cariñosamente el cuello con las manos y pinzaba con ambos índices y pulgares unos mechones de su nuca- Mira her-ma-no  -pronunció deteniéndose en cada sílaba - creo que has pasado tu vida entre ideas e inventos y casi sin gente. Eres un tío muy listo y te quiero un montón. Tanto que me rompe el corazón verte tan solo.

Pepe la interrumpió bruscamente y comenzó a replicar.

-Ata, yo quiero que me entiendas-comenzaba a hablar mientras se zafaba del agobiante abrazo y se reclinaba en el respaldo- es que no comprendo a las personas. A las impresoras, por ejemplo sí. Si le pones toner y papel, y le mandas la orden desde el ordenador, te imprimen las páginas que quieras. Lo mismo pasa con la cocina, el frigorífico o el motor del coche. Además si quieres apagarlos sólo tienes que pulsar un botón.

–    ¿Y si se averían?- le espetó la hermana con una inevitable expresión de cachondeo en la cara, ante unas declaraciones, que por previsibles no dejaban de ser cómicas.

Pepe la miró como a una párvula ignorante, y elevando la barbilla contestó:

-Pues se reparan. Y si no tienen arreglo, pues se tiran.

Ata, tenía claro cual era el problema. Su hermano ignoraba los conceptos más bellos de la naturaleza humana. Prefería la seguridad a la improvisación y a la espontaneidad. Los movimientos mecánicos a las reacciones inesperadas. Era capaz de descifrar el circuito de la más compleja red informática, o memorizar fácilmente el esquema del motor de una paletizadora, pero no aguantaba que le sonrieran sin haberlo pedido. En ese momento se le ocurrió darle una lección. La idea era interesante, tanto que una sonrisa maliciosa que brotó en su rostro, fue percibida por el hermano que no supo encontrarle explicación.

 Comenzó a decir:

-Bueno hermanito. Lo primero que tienes que hacer es salir más. Y sobre todo cuando salgas procura relacionarte. Al principio serán conocidos con los que puedes alternar y estos te llevarán a otros y los otros a otros...Y, quien sabe, a lo mejor al final acabas conociendo alguna que te haga tilín y tu a ella-concluyó con una risita de niña, incontenible, pero discreta.

-Ahora, don José-prosiguió- con su permiso me voy a merendar con mis amigas. En tu elección está venirte a disfrutar de la tarde que nos podemos tomar libre o seguir aquí enfrascado en tus proyectos. Si es así no te vayas a casa sin que llegue yo, ¿vale?

Pepe eligió, como era de preveer, la segunda opción. Y cuando la chica traspasaba la puerta de la nave familiar, ya estaba concentrado en un programa nuevo con el que controlar el gasto de la flotilla de reparto.

A los pocos minutos, el tono del sms de su móvil le sacaba momentáneamente de su concentración, reconoció el número de su hermana, el texto decía: “Ya sabes, sobre todo no te muevas de ahí hasta que llegue yo”.

Llegó la hora del cierre, y los trabajadores fueron marchando ordenadamente a sus casas. Se despedían brevemente del jefe que seguía abstraído en su tarea. Ese día había pensado irse un poco antes, pues quería dar un repaso a la limpieza de su apartamento, por otra parte pulcramente atendido por una limpiadora. Pero había prometido no moverse de allí hasta que ella llegara de regreso.

Las horas pasaban y comenzó a sentirse inquieto. Marcó el móvil de Ata y le respondió la impersonal voz del contestador. Miró el reloj. Las doce y media. Continúo buscando cosas que hacer, ya que tenía abierta la fuente de programación. Las dos de la mañana. Preocupación. Salió del despacho y, a pesar de percibir que el crudo frío inundaba la nave, comenzó a pasear nervioso por ella. A las tres y media se cansó de andar perdido entre estanterías y se volvió a sentar en el cómodo sillón, dispuesto a darle un repaso a la contabilidad. El calor de la estancia y la avanzada hora estaban sumiéndole en un profundo sopor cuando oyó la puerta de la nave.

-¡Pepeeeeeee!- la voz de su hermana lo sacó de su somnolencia-¿qué coño haces todavía aquí?

-Ataúlfa-contestó temblón, utilizando el nombre completo a modo de daga-esto no me lo hagas más, me dijiste que no me moviera...

La chica tiró fuertemente del lóbulo de la oreja izquierda de su hermano y le dijo:

–    Ya está, reseteado, ya puedes irte a casa. Aunque te aconsejo, que te quedes. Venimos todas del Foro con mucha marcha, y la juerga va a continuar aquí.

En ese momento, las luces del coche inundaron de luz todo el pasillo, entre estantes. Las amigas de Ata bajaron, con un enorme radio-cd a todo volumen.

La fiesta comenzó. Las chicas se movían por todo el despacho respingando al ritmo de la música. Pepe intuyó que algo excepcional estaba ocurriendo y comenzó a moverse arrítmico y desacompasado pero sonriente. A las siete y media de la mañana salían del negocio camino de casa. Era sábado por la mañana.

A las doce del mediodía despertó. Se sentía extraño, como si algo que siempre hubiera poblado el fondo de su alma comenzara a brotar al exterior, acampado en su pecho. Se duchó, salió a la calle y se dirigió al local de sus habituales desayunos. El bar estaba desierto. Contrariado, pagó su cuenta y se encaminó a la farmacia a comprar algún remedio para ese síntoma, nuevo para él, llamado resaca.

Mientras esperaba su turno observaba a dos señoras mayores que, atendidas por sendos complacientes mancebos, exploraban con los dedos en el interior de sus monederos. De inmediato de su garganta, como sin esperarlo emergió una exclamación:

- ¡No, no! ¡Quietas, por favor! -levantaba Pepe la mano izquierda mientas introducía la diestra en el bolsillo- ¡Esta ronda es mía!
Tom Sawyer en Proserpina


Es agosto de 1980. Tres pillastres, el mayor de 16 años, están posados en un enorme cancho a la orilla de Proserpina. La tarde cae dulcemente y da paso a una noche cálida. Cálida, no calurosa. Ni calurosa, ni fresquita. Agradable.

Las luces de los porches y terrazas comienzan a reflejarse en la superficie acuática, convertida en espejo de la velada que comienza. El interior de las viviendas es intermitentemente iluminado por las idas y venidas a la cocina. Es la hora de sacar el picadillo de tomate y la cervecita al velador del jardín. El silencio sólo es quebrado de tarde en tarde por las indicaciones de fuera de la casa: "¡tráete la Casera!... ¿queda tortilla de este mediodía?”

Jose, sin acento, abre el tocadiscos de pilas. En su interior un vinilo de 33 revoluciones por minuto espera el momento de expulsar toda la energía y el alma contenida en sus arrugas. El dueño del aparato tira del brazo hacia afuera del plato y luego coloca suavemente la aguja sobre los primeros surcos. Los giros producen primero un silencio rasgado. Sólo unos segundos después comienza a expandirse la música por todo el entorno. Las notas de la guitarra de B.B. King se filtran por las grietas del granito para flotar después sobre el agua.

La superficie del lago esta quieta, con una apariencia casi sólida, como de la densidad y el brillo del mercurio. Sólo de vez en cuando un bass sale impetuosamente en busca de alimento. Falta hace que se coma unos cuantos bichos, que lo mosquitos están pesados esta noche.

El perro lame al bostezar la cara interna de una luna en cuarto creciente y Nene enciende la rudimentaria pipa de caña. Está cargada con Apolo, ese tabaco tan picante y tan poco aromático de la época. El tercero, Juanín, abre la caja de perrunillas comprada en El Cuevas, y pega un trago a una botella de plástico opaco que contiene un líquido espeso. Es batido de chocolate frío, casi helado.

El blues va invadiendo cadenciosamente el lugar, entre algas y eucaliptos, y los chicos se tumban boca arriba a contemplar la maravilla de la Creación, con la fuerza de la gravedad como aliada. La poca luz de la luna permite ver el espectáculo estelar. La osa mayor, la menor, la estrella polar... Ellos no conocen aún sus nombres y localización pero disfrutan de la escena celestial, sin ganas de comentarlo, hipnotizados por la enorme bóveda.

El disco termina lentamente su último tema. Uno de ellos cambia de postura, tendiéndose de lado. En posición fetal  deja escapar una sonora ventosidad. Los otros dos tardan en reaccionar. Al final estallan en una sonora carcajada, que sobresalta y hace ponerse en pie al perro que andaba enroscado y con la mandíbula apoyada sobre las manos.

Levantan el campamento. Cada uno a su casa. Se despiden casi sin hacerlo y emprenden caminos separados, sus destinos no van en la misma dirección. Cuando llegan a casa, en la televisión la cadena única emite 300 millones. Demasiado poco interesante para sus jóvenes mentes. Lo mejor será irse a dormir. Mañana más.


jueves, 28 de noviembre de 2013

ANHELANDO A LA PLAZA DE ESPAÑA EN ESTA PRIMAVERA


Si hay un lugar de Mérida, de esta Mérida turística y universal, que sea typical de verdad, esa es la Plaza de España. Tal vez le sobra iluminación nocturna, que le quita romanticismo y misterio, pero la luz, sea esta eléctrica o acompañada de taquígrafos nunca esta de mas y jamás es un defecto, que hasta Bowie en el 73 brillaba como Aladino.
La Plaza de España, la del pasodoble español, que no en vano allí está el kiosko de la familia de Petri Llanos, la castiza intérprete de nuestro Pasodoble de Mérida. La plaza del Palacio cuasi-neo-mudéjar de la China, con su ladrillo rojo y su historia del Quijote en los azulejos, obra del maestro Casado que así se llamaban entonces a los arquitectos.
Una plaza con secretos y leyendas, desde las historias de los moros de Franco a las fiestukis del Conde en el Palacio de los Mendoza hoy reconvertido en un cinco estrellas ( ¡ hay Palace si las paredes hablaran glosando tu pasado ! ).
Entre el Ayuntamiento, o la casa Oliart que hoy es edificio administrativo, y la Casa Pacheco está el Casino donde las antiguas leyendas de donjuanes perdedores evocan postraciones de hipotecas y escrituras sobre el tapete con aroma a Varón Dandy , de cuando las cartas, aunque en la inmensa mayoría sirvieran para pasar el tiempo apostando el cafelito o el paquete de Lucky, podían decidir para bien o para mal el futuro económico de una familia.
Y los kioskos, con su personalidad diferenciada, su clientela fija y ocasionales guiris. Los recuerdos de mi niñez mas remota están acompañados de veladas veraniegas en el kiosko Joaquín, jugando a las chapas junto a los barriles-mesas rellenos de huesos de aceitunas, que era lo que hacíamos los niños con los huesos y el agujero de la sombrilla.
Y la maltrecha fuente, cuyo marmol rosáceo ha sido acosado en las últimas décadas por los vándalos y las celebraciones. Recuerdo la caída ( sin parapente ) de Luis "el médico" ( un estudiante de informática al que apodaban así) desde la planta de oportunidades hasta el suelo, donde salvó la vida de milagro y "solo" se partió todos los incisivos, los mismos que no pudieron arreglarle en la Casa de socorro, de la próxima Plaza de Santa Clara, hoy Asamblea de Extremadura.
La misma fuente que te salpicaba con su agüita de colores, merced al prodigio óptico que se conseguía con bombillas y chorros en sesión contínua. Sobre un terrazo hueco, atravesado por inquietante tunel por el que de vez en cuando vemos entrar a los operarios municipales.
Y, más recientemente la ronda, se ha convertido en el crisol de etnias y orígenes que toman el fresquito en los bancos y veladores, personal que ha venido a Mérida a trabajar y aquí se ha quedado, que ya se sabe lo que le pasa al que prueba los higos del albarregas.
Y los patinadores, dando la tabarra cada noche, ofreciendo como único aliciente la intriga de ver quien es el próximo en dar con su trasero en el duro granito, que de unos años a esta parte ya no es el terrazo multicolor y equidistante el que cubre el céntrico y espacioso solar emeritense.
La Concatedral, al fondo nos observa, morada final de reinas y canónigos, de cofradías valientes y debutantes costaleros, de beatas elegantes y misas solemnes. De Jesús siempre presente.
Y, así seguiria, relatando mis amores y deseos sobre este enjundioso lugar, y mas ahora que se acerca el verano y ya esta primavera tan zangalatina y sediciosa, me pilla anhelando la calma chicha, para poder disfrutar de una noche más de chufa y plaza. O unas cuantas.
Proserpina en La Charca


Se puede, en teoría, cambiar de identidad por voluntad propia o vituperio, pero lo que no es posible en esta tierra de mortales es cambiar de esencia. Por mucho que lo desee y aunque pida un cambio en el registro civil, Ervigio seguirá siendo Ervigio, aunque ahora pague el agua y la contribución como Manolo, un suponer.

Por eso, cada vez que uno vuelve a Proserpina, La Charca, renueva aquellas sensaciones rozagantes de aventuras adolescentes a la orilla del pantano emeritense. Aunque la playa alfombrada de polen y bellotitas de eucalipto haya dado paso a un civilizado paseo perimetral, que nada tiene que ver con los rocosos y los llanos que daban acceso a la dulce promesa del baño.

A primeros de los años 90 vino la primera embestida contra un lugar privilegiado que había sobrevivido en casi dos mil años a batallas, abandonos y urbanización masiva, pero que sucumbió a las buenas intenciones de ingenieros y burócratas.

Tras una eutrofización del agua, algunos genios de la obra pública decidieron vaciar el vaso y lo que hicieron fue colmarlo. Se retiró el milenario limo que tanto había aportado a la fama terapeútica del agua allí embalsada, remedio popular de eccemas y escoriaciones, y la charca perdió parte de su calidad en beneficio de la técnica y de la novedad presupuestada. Esa misma retirada de lodo, hizo necesario el refuerzo de la presa de granito y transformó a la presa en más vulnerable y dependiente de la inyección del moderno amparo del mortero.

Después vino el paseo, gozo de andarines y uno de los mejores itinerarios para el ejercicio suave y pedestre, pero que resta espacio para la playa e incluso a la roca del tigre, aquella piedra pandillera y pija, a la que deja sus letras esculpidas a la altura de los cascos de las caballerizas del footing.

Pero la charca, sigue siendo la misma en esencia y por muchos cambios que haya sufrido, seguirá suponiendo ese lugar plagado de rumores y leyendas urbanas sobre hundimientos de vehículos y embarcaciones que nadie ha visto nunca, de tesoros ideados por mentes de niños como fábulas de patio de colegio, en las que la inmersión y la paciencia podrían ser recompensadas por el hallazgo romano y dorado de diamantes y medallas que reposan en el cofre pueril de nuestra imaginación pasada y que resiste en el fondo del embalse de los recuerdos.

Veredas y caminos surcados por vacas y bicicletas, paseos acompañados por el olor del hinojo y el cantueso y los cambios de temperatura, a más fría, merced a los regatos subterranos que, entre juncos, emanan su frescor y nos hacen gozar de instantes de misterio y descongestión.

Otra vez en el lago, impetuosas presas de pesca, de especies que han ido variando en razón de las repoblaciones y los traslados furtivos, hacen mella en la población de insectos para caer después, en medio de la enorme gota y la endulzada espuma acuática, zambullidos de nuevo en su hábitat hasta la próxima incursión aérea en busca de mosquitos.

Algo parecido a nosotros en los chiringuitos de fritura y bocata de calamar; aunque a mi siempre me gustó más el merendero, intrincado en medio de los chalés, ahora cerrado pero con un pretérito salpicado de partidas de cuatrola y timbas marujiles de bingo, donde la presencia de algún niño o participante consorte y senescal moviendo ficha, eran la única excepción a un público mayoritariamente femenil y abaniquero.

Y esa es su esencia, la de Proserpina, urbanización y campo lacustre, todo en uno, con los momentos vividos y los presentes a flote en una Charca, la de siempre, en la que bajo el paseo perimetral, al igual que bajo los adoquines parisinos, está la playa, la de la arena gorda: cuarzo, feldespato y mica de los pasitos fósiles de nuestra infancia perpetua, profundidad de nuestros recuerdos de bici sin barra entre plastas de vaca y del baño confite y travieso en el reino de la memoria y del consuelo.

lunes, 4 de noviembre de 2013


The Blackbirds



Hello darkness, my old friend
I've come to talk with you again
Because a vision softly creeping
Left its seeds while I was sleeping
And the vision that was planted in my brain
Still remains
Within the sound of silence.

Sound of silence. (Paul Simon, 1965)




No necesitó alquilarle los diamantes del cielo a la bella Lucy. Bastaba con escucharlos, cabizbaja entre las gradas del viejo Teatro Romano, para que le recorriera por todo el cuerpo esa sensación suavemente lisérgica.

Ese día no iba a salir. Pensó que era lo mejor para terminar una semana, rematada por una bronca laboral de última hora. El que no tuviera que volver hasta el lunes a un trabajo que no le gustaba, además de mal pagado, era motivo suficiente para intentar olvidarlo todo. También su ruptura sentimental, una gastroenteritis y una multa de aparcamiento, habían contribuido a hacer esa semana su existencia más miserable aún de lo habitual.

Recibió la llamada de una amiga. Que venga, que te animes, que ya vendrá otro mejor, si ha sido preferible que haya ocurrido así… Por no oírla más, y por que el dar pena le repugna aún más que su lastimera biografía, había acudido al evento.

No prestó atención en todo el acto. Bastantes cosas habían tenido los últimos días en la cabeza para tratar de asimilar más información. Sólo mantenía la mente en blanco. Sin procesar nada de lo que sus retinas estaban reflejando del estimulante audiovisual que, en una pantalla ubicada entre Proserpina y Plutón, bajo el trono de Ceres, proyectaba imágenes de los últimos cien años de la Mérida arqueológica.

Y de repente, llegaron ellos: un tipo con buena pinta y modales simpáticos con una guitarra acústica, acompañado de una típica banda de rock y de toda una orquesta sinfónica y un coro. Modestia en la actitud y soberbia en la ejecución. Ella empezó a verlo todo más claro y hasta tarareaba alguna melodía. Incluso una pieza de Mike Oldfield, inédita para ella, la estimuló a soñar y a creer, por unos segundos, en el ser humano.

De repente, irrumpe en escena un chico al que presentan con el nombre de Alberto. Pantalón blanco y camisa negra como el estado de ánimo de nuestra protagonista, que ya sin embargo, como muta la piel del camaleón o el color con la vergüenza, empieza a animársele. Suspiran las féminas del hemiciclo al escucharlo interpretar a Coldplay, acompañado de un coro de amorcillos con sexo: barítonos, contraltos y sopranos.

Sigue la sesión y no da crédito a comprobar como el maestro de ceremonias, un veterano de las notas, afinado y virtuoso, acierta a entonar no sólo las melodías, sino que refleja perfectamente el espíritu, y hasta el acento, de las canciones que interpreta en la lengua de Shakespeare, y piensa en ese instante, que todo es posible. Aquí y ahora.

Y a través de los sonidos que la acarician desde la orchestra siente que no vive sola en un mundo que continúa parando los ánimos de quien, como ella, un día iniciaron un camino de formación y alma. Que ese alma, su Alma Mater, le prometió algún día vivir en su vida como en su universidad. Que esa vida, pesase a quien pesase, iba a conseguirla y no para colgar de la puñetera cisterna del water su titulo de licenciada en letras, para tener que ganarse un sueldo de 700 euros currando 9 horas diarias en algo que no le gusta.

Y, piensa que ese hombre, el cirujano que maneja todo este portento, extirpa con pericia todo el inmovilismo y la conformidad de su entorno. Y le presenta, limpio de tripas, eviscerado de catetez y de abulia, un fenómeno que le habla de cosmopolitismo, de ganas de mejorar, de esperanza ante lo que le pueden presentar todos los que a diario, tienen la ocurrencia de cruzarse en su vida, con asiduidad y pereza.


Y, con los finos muslos bien  apoyados en los líquenes secos de las milenarias piedras piensa: déjalo estar, y escucha palabras sabias de la Madre María, ¡déjalo estar! Una lágrima, indefinida de alegría o pena, corre por su mejilla y vuelve a escuchar el susurro: Let it be!