Pepe “el Nublao”
El autor quiere, en primer lugar, agradecer los amables comentarios que en la web y personalmente recibe de estos humildes relatos. Con respecto a los personajes de los mismos, debo insistir, como ya he hecho a quien me lo ha consultado en persona, que todos los personajes y situaciones de estos relatos son absolutamente ficticios, siendo cualquier parecido con la realidad, mera coincidencia.
El podólogo era un joven despierto y paciente. Sobre todo paciente. Al menos lo suficiente como para resistir los alaridos con los que su cliente atronaba la consulta, situada en las inmediaciones de la Plaza de España. Le ayudaban a soportar la situación los auriculares de su mp3 a los que, para evitar las manifestaciones sonoras de un ataque de pánico, había subido al máximo volumen.
Terminó su sencilla tarea de eliminar algunas durezas podales a las que, además de a su descomunal tendencia al pánico, su paciente era propenso. Aplicó un rápido masaje de crema hidratante en los pies del histriónico, más calmado, se retiró los auriculares y pronuncio la sentencia.
– 50 euros. Los pagas a la salida. Y tranquilo hombre, ¡que no es una lobotomía!
Un leve gruñido a modo de replica dio fin a la conversación. En la sala de espera tan sólo una anciana y una chiquilla aguardaban acurrucadas y con la expresión desencajada por la inminencia de lo inesperado tras la escandalera, a que llegase su turno. A punto estuvo la señora de salir corriendo escaleras abajo.
Ya en la calle, y con el corazón de nuestro protagonista latiendo a un ritmo más sosegado, se respiraba una típica mañana extremeña de mediados de febrero. Hacía un poco más fresquito de lo habitual. Pepe, “el Nublao”, se refugió en el bar de costumbre y pidió lo de siempre: café con leche y cuatro churros. Mientras él engullía su desayuno, cuatro hombres de edad más que madura discutían de fútbol mientras se escanciaban sus copazos de coñá y sol y sombra. Clásicos desayunos nutritivos.
“El Nublao”. El mote le venía de largo. Cuando era un tímido alumno de los Salesianos, se exponía a un permanente bloqueo en el momento de responder ante el profesor. Se sabía de memoria, literalmente, cada lección, antes incluso de que se explicara en clase. Pero a la hora de responder en público, se sincopaba su mente presa de una excitación paralizante. Puro miedo escénico. Entonces, Don Ubaldo, de los de la letra con sangre entra y con una muy mala leche mezclada con una guasa que ni un sainete andaluz del XIX, le arreaba en su cabezota con la parte trasera del borrador.
Cuando la madera del utensilio golpeaba su cráneo, una nube de polvo de tiza brotaba del fieltro, hacia arriba, provocando un efecto de lo más cómico. De ahí lo de “Nublao”. En años posteriores, cuando sacaba unas excelentes calificaciones estudiando una ingeniería técnica en Badajoz, se le confirmó en el mote, dado el carácter huraño y taciturno que el universitario gastaba durante los escasos momentos en que salía a disfrutar de algún paseo en periodo vacacional. Paseo del Guadiana arriba y Paseo del Guadiana abajo, por la acera menos concurrida, agotaba los minutos que dedicaba al ejercicio físico antes de volver a casa a continuar la empollada.
“El Nublao” no había nacido solo. Era mellizo. La alegría que hubiera provocado el nacimiento de las dos criaturas, niño y niña, se truncó con el fallecimiento de la madre. Una dolencia congénita había dado pie a su médico a desaconsejarle, encarecidamente, un embarazo. Un descuido, y las ganas de tener familia habían encarrilado el camino a dos nuevas vidas. Dos bebés vieron la luz mientras otra existencia se marchaba hacia la eternidad, en aquel viejo hospital de San Juan de Dios. El padre, ante la tragedia, quiso vengarse de ese abominable parto y, como por tradición bautizó al niño con su nombre, todo el peso de la vendetta cayó sobre la denominación de la niña. Le puso Ataúlfa, que fue el nombre más feo y ridículo que encontró.
Por lo demás había sido un padre cálido y obsequioso. Al llegar a las inmediaciones de su jubilación había cedido todo su patrimonio a los mellizos, marchándose a vivir a Alicante a casa de una hermana. O eso decía, pues los hermanos sospechaban que se hallaba en compañías más tórridas. Ata y Pepe se hicieron cargo del negocio familiar.
José padre, había comenzado como viajante de una firma catalana, y había logrado montar una pequeña empresa de distribución, que ahora regentaban ellos dos. Una vez que comenzaron a gestionar la empresa, los dos hermanos lograron encajar profesionalmente a la perfección. Aún no he dicho que los caracteres eran absolutamente opuestos. Si Pepe era un triste día de enero, solsticio y nubes oscureciendo la vida urbana, Ata era una cantarina mañana de verano. Pepe era un piélago opaco y triste, y ella el Coto de Doñana con un plus de biodiversidad. Pero esta distancia en las personalidades no era obstáculo para que, aparte del cariño que se profesaban, fueran complementarios en el negocio.
La chica era quien llevaba el peso de las relaciones públicas. Realizaba los pedidos, atendía el teléfono, aconsejaba a los clientes en sus demandas, todo con una sonrisa permanente que se percibía, incluso, al otro lado del hilo. “El Nublao” dueño de una inteligencia prodigiosa, muy bien dirigida hacia la lógica, ideó un sistema de control de existencias en tiempo real que se tradujo en un aumento de la liquidez de la empresa. También el sistema de seguridad, tan necesario en estos tiempos, había sido diseñado por él.
Compartían ambos un holgado despacho situado al fondo de la nave industrial. Allí, entre papeles y muestras, con las que los proveedores trataban de introducirse en sus dominios, una tarde, que se presentaba más tranquila de lo habitual, Ataúlfa se decidió a ayudar a su hermano, aunque eso significase importunarle un tanto.
– Pepe, atiéndeme- dijo mientras arrastraba las pequeñas ruedas de su silla de oficina hacia el puesto de su hermano- creo que debo decirte algo-”el Nublao” abrió los ojos desmesuradamente mientras su hermana le rodeaba cariñosamente el cuello con las manos y pinzaba con ambos índices y pulgares unos mechones de su nuca- Mira her-ma-no -pronunció deteniéndose en cada sílaba - creo que has pasado tu vida entre ideas e inventos y casi sin gente. Eres un tío muy listo y te quiero un montón. Tanto que me rompe el corazón verte tan solo.
Pepe la interrumpió bruscamente y comenzó a replicar.
-Ata, yo quiero que me entiendas-comenzaba a hablar mientras se zafaba del agobiante abrazo y se reclinaba en el respaldo- es que no comprendo a las personas. A las impresoras, por ejemplo sí. Si le pones toner y papel, y le mandas la orden desde el ordenador, te imprimen las páginas que quieras. Lo mismo pasa con la cocina, el frigorífico o el motor del coche. Además si quieres apagarlos sólo tienes que pulsar un botón.
– ¿Y si se averían?- le espetó la hermana con una inevitable expresión de cachondeo en la cara, ante unas declaraciones, que por previsibles no dejaban de ser cómicas.
Pepe la miró como a una párvula ignorante, y elevando la barbilla contestó:
-Pues se reparan. Y si no tienen arreglo, pues se tiran.
Ata, tenía claro cual era el problema. Su hermano ignoraba los conceptos más bellos de la naturaleza humana. Prefería la seguridad a la improvisación y a la espontaneidad. Los movimientos mecánicos a las reacciones inesperadas. Era capaz de descifrar el circuito de la más compleja red informática, o memorizar fácilmente el esquema del motor de una paletizadora, pero no aguantaba que le sonrieran sin haberlo pedido. En ese momento se le ocurrió darle una lección. La idea era interesante, tanto que una sonrisa maliciosa que brotó en su rostro, fue percibida por el hermano que no supo encontrarle explicación.
Comenzó a decir:
-Bueno hermanito. Lo primero que tienes que hacer es salir más. Y sobre todo cuando salgas procura relacionarte. Al principio serán conocidos con los que puedes alternar y estos te llevarán a otros y los otros a otros...Y, quien sabe, a lo mejor al final acabas conociendo alguna que te haga tilín y tu a ella-concluyó con una risita de niña, incontenible, pero discreta.
-Ahora, don José-prosiguió- con su permiso me voy a merendar con mis amigas. En tu elección está venirte a disfrutar de la tarde que nos podemos tomar libre o seguir aquí enfrascado en tus proyectos. Si es así no te vayas a casa sin que llegue yo, ¿vale?
Pepe eligió, como era de preveer, la segunda opción. Y cuando la chica traspasaba la puerta de la nave familiar, ya estaba concentrado en un programa nuevo con el que controlar el gasto de la flotilla de reparto.
A los pocos minutos, el tono del sms de su móvil le sacaba momentáneamente de su concentración, reconoció el número de su hermana, el texto decía: “Ya sabes, sobre todo no te muevas de ahí hasta que llegue yo”.
Llegó la hora del cierre, y los trabajadores fueron marchando ordenadamente a sus casas. Se despedían brevemente del jefe que seguía abstraído en su tarea. Ese día había pensado irse un poco antes, pues quería dar un repaso a la limpieza de su apartamento, por otra parte pulcramente atendido por una limpiadora. Pero había prometido no moverse de allí hasta que ella llegara de regreso.
Las horas pasaban y comenzó a sentirse inquieto. Marcó el móvil de Ata y le respondió la impersonal voz del contestador. Miró el reloj. Las doce y media. Continúo buscando cosas que hacer, ya que tenía abierta la fuente de programación. Las dos de la mañana. Preocupación. Salió del despacho y, a pesar de percibir que el crudo frío inundaba la nave, comenzó a pasear nervioso por ella. A las tres y media se cansó de andar perdido entre estanterías y se volvió a sentar en el cómodo sillón, dispuesto a darle un repaso a la contabilidad. El calor de la estancia y la avanzada hora estaban sumiéndole en un profundo sopor cuando oyó la puerta de la nave.
-¡Pepeeeeeee!- la voz de su hermana lo sacó de su somnolencia-¿qué coño haces todavía aquí?
-Ataúlfa-contestó temblón, utilizando el nombre completo a modo de daga-esto no me lo hagas más, me dijiste que no me moviera...
La chica tiró fuertemente del lóbulo de la oreja izquierda de su hermano y le dijo:
– Ya está, reseteado, ya puedes irte a casa. Aunque te aconsejo, que te quedes. Venimos todas del Foro con mucha marcha, y la juerga va a continuar aquí.
En ese momento, las luces del coche inundaron de luz todo el pasillo, entre estantes. Las amigas de Ata bajaron, con un enorme radio-cd a todo volumen.
La fiesta comenzó. Las chicas se movían por todo el despacho respingando al ritmo de la música. Pepe intuyó que algo excepcional estaba ocurriendo y comenzó a moverse arrítmico y desacompasado pero sonriente. A las siete y media de la mañana salían del negocio camino de casa. Era sábado por la mañana.
A las doce del mediodía despertó. Se sentía extraño, como si algo que siempre hubiera poblado el fondo de su alma comenzara a brotar al exterior, acampado en su pecho. Se duchó, salió a la calle y se dirigió al local de sus habituales desayunos. El bar estaba desierto. Contrariado, pagó su cuenta y se encaminó a la farmacia a comprar algún remedio para ese síntoma, nuevo para él, llamado resaca.
Mientras esperaba su turno observaba a dos señoras mayores que, atendidas por sendos complacientes mancebos, exploraban con los dedos en el interior de sus monederos. De inmediato de su garganta, como sin esperarlo emergió una exclamación:
- ¡No, no! ¡Quietas, por favor! -levantaba Pepe la mano izquierda mientas introducía la diestra en el bolsillo- ¡Esta ronda es mía!